Calcuta es una de esos sitios que no deja indiferente. Taxis de los años 70 modelo Ambassador que se creían desaparecidos, humildes trabajadores que cargan sobre sus espaldas el peso de sus clientes, mendigos especializados en rogar insistentemente a cualquier persona extranjera, niños que te despiertan una sonrisa saludándote efusivamente, miradas penetratantes y la despreocupada suciedad por todos los rincones, son solo algunas de las cosas que la podrían describir.
Los indios la llaman Kalkota y no olvidan que hace tiempo fue capital de este gran país. Es por eso que la sociedad e incluso los edificios tienen una influencia extranjera que la hace mucho más abierta al cambio.
Numerosos voluntarios de todos los países se reunen en la famosa calle Sudder Street, lugar donde está el Hotel Fairlawn donde se rodó La Ciudad de la Alegría. Ellos demuestran cada día que ayudar al prójimo no entiende de raza, sexo ni religión y hacen suya la frase de la Madre Teresa: No estamos llamados a hacer grandes cosas, sino a hacer pequeñas cosas con amor. Muy parecida a la de Vicente Ferrer pero con una palabra clave: amor. Luchan cada día por una Ciudad de la Esperanza.
Calcuta despierta y anochece con ganas de cambio. Se nota en la gente. No quieren un lugar que de lástima y muchos también ponen su granito de arena. Poco a poco muchos slums se están conviertiendo en hogares y el turismo está trayendo oportunidades.
Los contrastes siguen siendo terribles pero lentamente una clase social media baja está haciéndose hueco en la Ciudad de la Esperanza.
Ciudad de la Esperanza porque miles de personas han creído desinteresadamente, y lo siguen haciendo, que es posible un cambio.
Por algo dirán que la esperanza es lo último que se pierde y de eso aquí sobra.
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